También la poesía puede ser campo fértil para el desarrollo de una creatividad que estimule la imaginación erótica. Esto desde luego no significa que tengamos que caer en lo vulgar, en lo pornográfico, aunque no faltan quienes abusan de la rima para cocinar versos obscenos como con cierta frecuencia suelen hacerlos los estudiantes de las escuelas con el fin de divertirse un rato provocando alguna hilaridad o con el fin de hacer mofa de algún maestro o de algún compañero que nos cae mal.
Lo que llamamos poesía erótica clásica, tan censurada en otros tiempos, en realidad hoy ya no asusta a nadie, ni siquiera a los niños de primaria, en estos tiempos en los que a todas horas del día aparecen anuncios en la televisión promoviendo condones en la lucha contra el SIDA, toallas femeninas higiénicas, medicamentos para la disfunción eréctil y estimulantes para aumentar la potencia sexual de los enamorados. Precisamente ante lo explícito adquiere mayor belleza lo que recurre al uso intenso de metáforas y simbolismos dando a entender lo que la imaginación tiene que suplir, del mismo modo que una mujer vestida provocativamente con lencería francesa sin mostrar lo más privado puede ser más excitante que una mujer que se nos presenta de buenas a primeras completamente desnuda.
La poesía erótica en cualquier época puede ser bella sin dar detalles. Un ejemplo de dicha poesía lo tenemos en la siguiente composición del gran maestro de la literatura española Federico García Lorca dedicado en 1928 a Lydia Cabrera y su “negrita”:
Federico García Lorca
Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.
Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.
En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.
El almidón de su enagua
me sonaba en el oído,
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.
Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río
*
Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.
Yo me quité la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.
Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.
Sus muslos se me escapaban
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.
Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.
No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.
Sucia de besos y arena
yo me la llevé del río.
Con el aire se batían
las espadas de los lirios.
Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río.
Otro ejemplo de poesía erótica de buen gusto lo tenemos en Clementina del Castillo, el cual no es un nombre verdadero sino un seudónimo bajo el cual se ocultó la mente creadora que temerosa de los criticismos moralistas de su época no se atrevió a darse a conocer en su verdadera faceta creadora.
Clementina del Castillo
Una tarde, Leonor, cuando salía
Alegre al campo en elegante coche,
Te ofrecí que muy pronto te escribiría
La dulce escena de una hermosa noche;
Aquella en que mi unión prometía
Abrir de la inocencia el frágil broche,
Y aunque tímida a un tiempo y placentera,
Gocé de amor la sensación primera.
Mas ¿de qué modo repetirse puede,
Todo el placer de la amorosa senda
Que una virgen recorre si le cede
Amor ardiente a su divina ofrenda?
En el camino, que a su bien precede
Unida al fin de su adorada prenda
Podría sólo imaginar su gloria
Siendo heroína de la misma historia.
Haré, con todo, un decidido empeño
Porque comprendas bien, aunque te asombre,
El secreto que encierra nuestro sueño
Y hace más vivo el amor al hombre.
La virgen muy querida, cuyo dueño
Se embriaga ardiente con un grato nombre,
Sabrá al fin el amoroso fuego,
Cuando le llegue el turno de su anhelo.
El acto del enlace ya terminado había,
El coche nos aguarda a un paso del dintel,
Salimos pues al campo, al declinar el día,
Para gozar la luna de amor, luna de miel.
El sol tiende en la esfera su espléndido paisaje
El imprime en las mejillas su mágico color,
Mi esposo, en los frecuentes vaivenes del carruaje,
Buscaba libertades a su intranquilo amor.
Y en tanto yo trémula mirábale asustada,
Hasta que al fin, taimado, mi susto comprendió,
Y estando ya seguro de presa tan ansiada,
El resto del camino tranquila me dejó.
La quinta puesta estaba con gala y elegancia,
Hermosos emparrados instaban al placer,
Magníficos manjares tan llenos de fragancia,
Que fuera gran pecado sentarse y no comer.
Allí nos aguardaba tan agradable fiesta,
Que absortos los sentidos, la mente en estupor,
Vagaban como el viento, perdidos en la floresta,
Los apetitos todos, unidos al de amor.
El celebró el champagne como una gran delicia,
Un vino que enardece la mente, el corazón,
Muy digno de ofrecerlo como vestal primicia
De amor a la primera y ardiente sensación.
Así, querida amiga, así pasó la tarde,
Y ya la lenta noche se mira al fin llegar,
Más cuando el sol se oculta, el animo cobarde
No se sabe si padece, o goza en aguardar.
El gas la tibia estancia calienta o ilumina,
Se acerca ese momento que tanto aguardas ya,
Espera, voy alzarte la diáfana cortina,
La escena allí a tus ojos de amor se ofrecerá.
Contempla los detalles del cuadro voluptuoso
Que llena a las muchachas de gozo y de temor,
Y que al varón ardiente, audaz e impetuoso,
Al pie de una doncella sujeta con amor.
¿Recuerdas cuántas veces hablamos en secreto
De esos momentos dulces de amor y de placer,
Cuando en amantes brazos del adorado objeto
Se entrega a los delirios de amor una mujer?
Pues ya llegó; lo siento por el tenaz latido
Del corazón que quiere la vestidura abrir,
Sí, ya llegó el instante; vagando mis sentidos
No saben si es delirio, si es gozo o es sufrir.
Edgardo lo comprende y con cariño y calma
Me dice: esposa mía, ¿ya estás sufriendo a fe?
Ve a dormir tranquila, ¡oh alma de mi alma!
Que al lado de tu lecho tu sueño velaré.
Yo comprendí al momento su disfrazada idea:
Del suelo la mirada a alzar no me atreví;
Y trémula, anhelante, cual de un delito rea,
Al lecho blanco y puro mis pasos dirigí.
Apenas despojada de mi vestido estuve
Y cuando en la almohada mi frente recliné,
Como la luz se mira cubierta de una nube,
Su sombra en las cortinas al punto divisé.
Si susto fue o contento, lo que sentí yo ignoro,
Pues rápido al instante de la impresión voló,
Como yo también desnudo el dulce bien que adoro,
Veloz al blanco lecho sin vacilar saltó.
Halléme por encanto ceñida entre sus brazos:
Desvanecióse al punto aquel temor pueril,
Pues dióme tales besos, tan pérfidos abrazos,
Que ardió en el acto mismo mi sangre juvenil.
Su cálido contacto, con lánguido embeleso,
Rindió en mi pecho el germen de núbil impresión,
Y al recibir ardiente su prolongado beso,
El más perfecto goce me dio la sensación.
Audaz su mano puso so mi turgente seno,
Y allí despierta un mundo de adormecido amor,
Recorre todo el cuerpo y fluye su veneno,
La sangre arrebatando con desusado ardor.
Y luego el tacto oprime lo que a decir no llego.
Pero que tu belleza... talvez sospecharía,
Con lágrimas suplico, por compasión le ruego:
Pero él mis labios sella y sigue más y más.
Con queda voz me dice, que el Universo fuera,
Ha tiempo un vasto caos, sin tan sabrosa unión,
Que nuestros mismos padres, cuya virtud austera
Nos sirve de modelo, orgullo y religión,
Fueron en su tiempo lo mismo, y a no serlo
No habría yo nacido, ni habría nacido él,
Y que ese mismo día, amarlo, obedecerlo,
Ante la faz del mundo le hube jurado fiel.
Que en fin, era un pecado la tímida reserva
Que resistir al fuego, era inflamarlo más,
Que la distancia nunca la sensación enerva,
Y enciende el apetito del amador audaz.
Rendíme a sus palabras con celosa resistencia,
Cariño por cariño ardiente retorné,
La llama del deseo recrece con violencia,
Y de su fuego intentoso también participé.
Como un guerrero al punto, sobre su presa avanza,
La roja frente alzando sin más vacilación,
Y hundir quiere, afanoso, su poderosa lanza,
Al caluroso esfuerzo de rápida fricción,
Por sepultarla pronto, frenético se apura,
Mas cuán maravillosa, amiga, esa arma es,
Es más de lo que en sueños la niña se figura,
De irresistible empuje, de indómita altivez.
Cuando yo vi su forma, cuando sentí su brío,
Temblé como azorada, lloré, no pude más,
De angustias sollozando le dije, Edgardo mío,
¡Ah!, por piedad no sigas, ve que a matarme vas...
Inútil fue mi ruego, inútil mi agonía,
La lucha comenzada, sin escuchar siguió,
Y el instrumento fuerte, por la pequeña vía,
Ni un punto del camino buscado se apartó.
Temí morir herida por arma tan gigante,
Pero natura pródiga la virgen al formar,
Le ha dado blandas fibras que abren al instante,
Y dejan aquel monstruo tranquilo penetrar.
Así, Leonor querida, pude entender al punto
Que la mujer y el hombre, son uno, no son dos,
Y que esa unión estrecha, ese feliz conjunto,
Creóle en el Olimpo de Venus el amor.
En dicha tan cumplida parece el tiempo estrecho,
Quisiera siempre viva sentirla en mi interior,
Los brazos enlazados, el pecho sobre el pecho,
El labio sobre el labio, ¡oh delirante amor!