miércoles, 28 de enero de 2009

Ignacio Ramírez: Por los Gregorianos muertos

No todos los poetas son espiritualistas. Los hay algunos que son materialistas y ateos, y no por ello dejan de ser poetas extraordinarios. Entre ellos podemos citar a uno de los liberales más destacados de la época en la que se promulgaron las Leyes de Reforma, Ignacio Ramírez, conocido como “El Nigromante”. Y aunque la palabra “nigromancia” significa la adivinación mediante la consulta a los muertos y a sus espíritus o cadáveres, como una de las artes de la magia negra, que se dedica al estudio de la muerte que se centra sobre el control de los muertos, Ignacio Ramírez como el materialista ateo que era estaba completamente alejado de ser tal cosa como su apodo erróneamente lo indica. Uno de sus más célebres contemporáneos, Ignacio Manuel Altamirano nos lo describe como un hombre con temperamento altivo, orgulloso e irónico; con ideas materialistas a ultranza; su fervor por sus correligionarios caídos y su odio contra sus enemigos políticos; su desdeñosa superioridad intelectual; el prestigio y ascendiente de que disfrutaba en su medio, y el haberse enamorado —viudo, pobre y viejo— de una musa demasiado solicitada, todo este conjunto de circunstancias, favorables y desfavorables, que se manifiesta en la pluralidad de sus escritos. Lo más eximio de su producción es clásico, pero en esa contextura hace sonar la nota romántica. Se le retrata como un hombre presto a la efusión y a estampar en la letra sus sentimientos. Por eso, quizás, lo retraten con mayor nitidez los poemas breves en los que dejó sus alegrías y sus penas, sus esperanzas, sus amores. El poema, entonces, le sirvió como vehículo para desnudarse y confesarse, para entregarnos el reflejo de su propio drama. Uno de sus poemas más famosos es el que se titula “Por los Gregorianos muertos” dado en ocasión del banquete fraternal de la Sociedad Gregoriana en 1872, poema cuyas últimas estrofas encierran el pensamiento completo de Ignacio Ramírez.





Por los Gregorianos muertos
Ignacio Ramírez

Cesen las risas y comience el llanto.
Esta mesa en sepulcro se convierte.
¡Vivos y muertos, escuchad mi canto!

Mientras que vinos espumosos vierte
nuestra antigua amistad, en este día,
y con alegres brindis se divierte;

y en raudales se escapa la armonía;
y la insaciable gula se despierta;
y va de flor en flor la poesía;

y el júbilo de todos se concierta
en una sola exclamación: ¡gocemos!,
y gozamos... La muerte está a la puerta.

Rechazar unas sombras, ¿no las vemos?
¡Ellas nos tienden suplicantes manos!
Ese acento, esos rostros conocemos.

¿No los oís?, ¡se llaman gregorianos!
Permíteles entrar, ¡oh muerte adusta!
He aquí su asiento... Son nuestros hermanos.

Pudo del mundo la sentencia injusta
proscribirlos, mas no de mi memoria:
Conversar con los muertos no me asusta.

Algunos de ellos viven en la historia;
otros, en florecer ocultamente
cifraron su placer, su orgullo y gloria.

Villalba asoma su tranquila frente
y el fraternal abrazo me reclama...
Y yo no puedo declararlo ausente.

¡Ay! en Fonseca ved cómo se inflama
el paternal cariño, no olvidado,
y, por nosotros, lágrimas derrama.

¿Será de nuestro seno arrebatado
Domínguez, que constante nos traía
un fiel amor y un nombre venerado?

¿No guarda nuestro oído todavía
los brindis que en el último banquete
pronuncian Soto, Iglesias y García?

Pero ¿será la Parca quien respete
los votos del dolor? ¡Empeño vano!
¡Turba de espectros, a tus antros vete!

¡Separóse el hermano del hermano!
Para sentaros a la mesa es tarde,
¡para irnos con vosotros es temprano!

Para vosotros, ¡infelices!, no arde
ya un solo leño en el hogar; ni miro
cuál copa vuestros ósculos aguarde.

¡Sólo va tras vosotros un suspiro!
Idos en paz; y quiera la fortuna
no cerrar a la luz vuestro retiro.

Odio el sepulcro, convertido en cuna
de vil insecto o sierpe venenosa
donde jamás se asoman sol ni luna.

Arraigue en vuestros huesos una rosa
donde aspire perfumes el rocío
y reine la pintada mariposa.

Escuchad sin temor el rayo impío;
y sonreíd al contemplar cercano,
vida esparciendo, un caudaloso río.

¡Para irnos con vosotros es temprano!
Aguarde, por lo menos, la Impaciente
que la copa se escape de la mano.

Más que a vosotros ¡ay! rápidamente
¿por qué de la existencia nos desnuda?
A éste despoja la adornada frente;

al otro dobla con su mano ruda;
a unos envuelve en amarillo velo;
y algunos sienten una garra aguda

en las entrañas, y en las venas hielo.
¡Ay! otra vez vendrá la primavera
y hallará en nuestro hogar el llanto, el duelo;

y este festín veremos desde afuera.
Tal vez alguno a despedirse vino.
Turba de espectros, al que parte, espera.

¿Sabéis cuál es el puerto, del camino
que llevamos? La tumba. Ya naufraga
nuestra nave; en astillas cae el pino;

quién en las aguas moribundo vaga;
quién a la débil tabla se confía,
y el que a la jarcia se subió, no apaga

la luz de la esperanza todavía,
y conviertan sus golpes viento y olas,
y el cielo inexorable un rayo envía.

Sube el fuego a bajar las banderolas,
y el ave de rapiña, el triste caso,
y las fieras del mar lo saben solas.

¿Qué es nuestra vida sino tosco vaso
cuyo precio es el precio del deseo
que en él guardan natura y el acaso.

Si derramado por la edad le veo,
sólo en las manos de la sabia tierra
recibirá otra forma y otro empleo.

Cárcel es y no vida la que encierra
privaciones, lamentos y dolores.
Ido el placer, la muerte ¿a quién aterra?

Madre naturaleza, ya no hay flores
por do mi paso vacilante avanza.
Nací sin esperanza ni temores:
Vuelvo a ti sin temores ni esperanza.