domingo, 31 de octubre de 2010

García Lorca: La casada infiel

El buen poeta sabe la forma en la cual, sin caer en la vulgaridad ni en las descripciones explícitas sobre las actividades que son las más íntimas a la naturaleza del hombre, se puede subliminar inclusive aquello que suele escandalizar a quienes se recubren de un muchas veces falso velo de pudor y que son incapaces de sacar nada bueno de entre todo aquello en lo que lo bueno se mezcla con lo malo.

Federico García Lorca fue un poeta, dramaturgo y prosista español nacido en 1898 en una provincia de Granada, adscrito al grupo conocido como la Generación del 27. Es considerado como el poeta de mayor influencia y popularidad de la literatura española del siglo XX, y como dramaturgo también se le considera como una de las cimas del teatro español. A la edad de 39 años, cuando empezaba a dar lo mejor de sí para la literatura hispana, sin el beneficio de un juicio previo García Lorca fue asesinado por ser Republicano y por ser homosexual, lo cual era considerado por los Monarquistas de aquél entonces que simpatizaban con Francisco Franco como algo imperdonable para lo cual sólo había una pena: la muerte. De este extraordinario poeta, lo mejor que ha dado España al mundo y que posiblemente le hubiera dado a España un Premio Nóbel de no haber sido asesinado a sangre fría, se ignora el paradero de sus restos, porque sus ejecutores ni siquiera tuvieron la dignidad de entregarle el cuerpo a sus familiares y a sus deudos, enterrándolo en una fosa clandestina e ignorándose hasta la fecha el paradero de su cuerpo.

De su Romancero Gitano, García Lorca nos dejó un gran poema que ha resistido el paso del tiempo y que muestra el enorme talento que García Lorca poseía para poder subliminar hasta el desliz de la esposa infiel, un poema titulado precisamente “La Casada Infiel”; así como otro poema del mismo Romancero Gitano titulado “Romance de la pena negra”, los cuales volverán a cobrar vida ante el lector que busca encontrar la altura espiritual y la paz interior que suelen dar al alma la buena poesía.


La casada infiel
Federico García Lorca, 1928

Y que yo me la llevé al río
creyendo que era mozuela,
pero tenía marido.

Fue la noche de Santiago
y casi por compromiso.
Se apagaron los faroles
y se encendieron los grillos.

En las últimas esquinas
toqué sus pechos dormidos,
y se me abrieron de pronto
como ramos de jacintos.

El almidón de su enagua
me sonaba en el oído
como una pieza de seda
rasgada por diez cuchillos.

Sin luz de plata en sus copas
los árboles han crecido,
y un horizonte de perros
ladra muy lejos del río.

Pasadas las zarzamoras,
los juncos y los espinos,
bajo su mata de pelo
hice un hoyo sobre el limo.

Yo me quite la corbata.
Ella se quitó el vestido.
Yo el cinturón con revólver.
Ella sus cuatro corpiños.

Ni nardos ni caracolas
tienen el cutis tan fino,
ni los cristales con luna
relumbran con ese brillo.

Sus muslos se me escapan
como peces sorprendidos,
la mitad llenos de lumbre,
la mitad llenos de frío.

Aquella noche corrí
el mejor de los caminos,
montado en potra de nácar
sin bridas y sin estribos.

No quiero decir, por hombre,
las cosas que ella me dijo.
La luz del entendimiento
me hace ser muy comedido.

Sucia de besos y arena,
yo me la llevé al río.
Con el aire se batían
las espaldas de los lirios.

Me porté como quien soy.
Como un gitano legítimo.
Le regalé un costurero
grande, de raso pajizo,
y no quise enamorarme
porque teniendo marido
me dijo que era mozuela
cuando la llevaba al río



Gitano mercader de Borrios
Fotógrafo: Rafael Garzón


Romance de la pena negra
Federico García Lorca, 1928

Las piquetas de los gallos
cavan buscando la aurora,
cuando por el monte oscuro
baja Soledad Montoya.
Cobre amarillo, su carne
huele a caballo y a sombra.
Yunques ahumados sus pechos,
gimen canciones redondas.
-Soledad, ¿Por quien preguntas
sin compañía y a estas horas?
-Pregunte por quien pregunte,
dime: ¿a ti qué se te importa?
Vengo a buscar lo que busco,
mi alegría y mi persona.
-Soledad de mis pesares,
caballo que se desboca
al fin encuentra la mar
y se lo tragan las olas.
-No me recuerdes el mar
que la pena negra brota
en las tierras de la aceituna
bajo el rumor de las hojas.
-¡Soledad, qué pena tienes!
¡Qué pena tan lastimosa!
Lloras zumo de limón
agrio de espera y de boca.
-¡Qué pena tan grande! Corro
mi casa como una loca,
mis dos trenzas por el suelo,
de la cocina a la alcoba.
¡Qué pena! Me estoy poniendo
de azabache carne y roja.
¡Ay, mis camisas de hilo!
¡Ay, mis muslos de amapola!
-Soledad, lava tu cuerpo
con agua de alondras,
y deja tu corazón
en paz, Soledad Montoya.

Por abajo canta el río:
volante de cielo y hojas.
Con flores de calabaza
la nueva luz se corona.
¡Oh! pena de los gitanos!
Pena limpia y siempre sola.
¡Oh! pena de cauce oculto
y madrugada remota!

Miguel Ramos: El seminarista de los ojos negros

Miguel Ramos Carrión fue un extraordinario dramaturgo del Romanticismo, poeta y periodista, nacido en Zamora, España, en 1848, y fallecido en 1915.

Empezó a colaborar en el muy leído semanario El Museo Universal, y fundó el semanario satírico Las Disciplinas y sus chascarrillos, versos jocosos, cuentos humorísticos llenaron las páginas de Madrid Cómico, Blanco y Negro, El Moro Muza (de La Habana), El Fisgón, Jeremías, La Publicidad, La Libertad, etcétera.

Resulta extraordinario que pese a ser un dramaturgo cómico, pese a haberse especializado en comedias y zarzuelas, pese a su indudable ingenio humorístico, entre sus obras resalta un breve poema que resume la angustia del humano sobre cosas que tal vez pudieron haber sido pero que nunca llegaron a ser, yéndose en unos cuantos renglones hacia las profunidades del alma humana para extraer lo que merece ser plasmado para la reflexión obligada en esos momentos de soledad.




El Seminarista de los Ojos Negros
Miguel Ramos Carrión

Desde la ventana de un casucho viejo
abierta en verano, cerrada en invierno
por vidrios verdosos y plomos espesos,
una salmantina de rubio cabello
y ojos que parecen pedazos de cielo,
mientas la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Baja la cabeza, sin erguir el cuerpo,
marchan en dos filas pausados y austeros,
sin más nota alegre sobre el traje negro
que la beca roja que ciñe su cuello,
y que por la espalda casi roza el suelo.

Un seminarista, entre todos ellos,
marcha siempre erguido, con aire resuelto.
La negra sotana dibuja su cuerpo
gallardo y airoso, flexible y esbelto.
Él, solo a hurtadillas y con el recelo
de que sus miradas observen los clérigos,
desde que en la calle vislumbra a lo lejos
a la salmantina de rubio cabello
la mira muy fijo, con mirar intenso.
Y siempre que pasa le deja el recuerdo
de aquella mirada de sus ojos negros.
Monótono y tardo va pasando el tiempo
y muere el estío y el otoño luego,
y vienen las tardes plomizas de invierno.

Desde la ventana del casucho viejo
siempre sola y triste; rezando y cosiendo
una salmantina de rubio cabello
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

Pero no ve a todos: ve solo a uno de ellos,
su seminarista de los ojos negros;
cada vez que pasa gallardo y esbelto,
observa la niña que pide aquel cuerpo
marciales arreos.

Cuando en ella fija sus ojos abiertos
con vivas y audaces miradas de fuego,
parece decirla:  —¡Te quiero!, ¡te quiero!,
¡Yo no he de ser cura, yo no puedo serlo!
¡Si yo no soy tuyo, me muero, me muero!
A la niña entonces se le oprime el pecho,
la labor suspende y olvida los rezos,
y ya vive sólo en su pensamiento
el seminarista de los ojos negros.

En una lluviosa mañana de inverno
la niña que alegre saltaba del lecho,
oyó tristes cánticos y fúnebres rezos;
por la angosta calle pasaba un entierro.

Un seminarista sin duda era el muerto;
pues, cuatro, llevaban en hombros el féretro,
con la beca roja por cima cubierto,
y sobre la beca, el bonete negro.
Con sus voces roncas cantaban los clérigos
los seminaristas iban en silencio
siempre en dos filas hacia el cementerio
como por las tardes al ir de paseo.

La niña angustiada miraba el cortejo
los conoce a todos a fuerza de verlos...
tan sólo, tan sólo faltaba entre ellos...
el seminarista de los ojos negros.

Corriendo los años, pasó mucho tiempo...
y allá en la ventana del casucho viejo,
una pobre anciana de blancos cabellos,
con la tez rugosa y encorvado el cuerpo,
mientras la costura mezcla con el rezo,
ve todas las tardes pasar en silencio
los seminaristas que van de paseo.

La labor suspende, los mira, y al verlos
sus ojos azules ya tristes y muertos
vierten silenciosas lágrimas de hielo.

Sola, vieja y triste, aún guarda el recuerdo
del seminarista de los ojos negros...