lunes, 8 de noviembre de 2010

Julio Sesto: Las abandonadas

Hay poemas que para poder ser comprendidos requieren que el que los escucha o el que los lea esté dispuesto a situarse en el entorno de la época en la cual fueron creados.

No hace mucho tiempo, hará hace medio siglo, cuando en México todavía imperaban reglas sociales propias de las clases que se veían a sí mismas como gente de bien, la gente de la buena moral y las buenas costumbres, para una muchacha joven el quedar embarazada sin estar aún casada era poco menos que una enorme tragedia familiar. El desenlace estaba casi predicho en aquellos tiempos: al enterarse el padre de familia que su hija estaba embarazada por un sujeto que se esfumó en cuanto se enteró de que la había embarazado, al enterarse de que su hija había manchado la honra de la familia, entonces la echaba a la calle pese a los ruegos y las súplicas de la madre que pedía de rodillas compasión y piedad para la hija. Una vez echada a la calle, la joven, considerada por la sociedad como una mujer impura, era prácticamente obligada por las circunstancias a dedicarse al único oficio considerado apropiado para ella, consistente en meterse a trabajar a una cantina para atender a la clientela masculina y tomar el camino de la perdición al que debían ser arrojadas y condenadas todas aquellas pecadoras que habían defraudado a sus padres y a la sociedad al convertirse en una de aquellas mujeres fáciles que supuestamente se meten con cualquiera. Era el tema favorito de las telenovelas y muchas películas en blanco y negro de aquella época.

En nuestros tiempos actuales, ya sin la omnipresencia de tantos puritanismos, con una mentalidad mucho más abierta, en nuestros días en los cuales la institución matrimonial ha estado cayendo en desprestigio al ser vista por muchos y muchas más como una especie de condena vitalicia a un infierno inmerecido, en nuestros días en los cuales a las jóvenes madres solteras ya no se les echa a la calle y por el contrario se recibe con alegría la noticia del arribo de un inesperado nietecito a la familia, en nuestros días en los cuales muchos famosos se casan y se divorcian con la misma facilidad con la que se cambian la camiseta, aquellos tiempos puritanos tal vez parecerán inexplicables. Pero hubo una vez en México tiempos así, y de ello nos dá constancia el siguiente poema dedicado a esas muchachas jóvenes que por haberse enamorado y por haber sido abandonadas al enterarse sus seductores que habían quedado embarazadas, lo perdían todo, familia, reputación, hogar, sustento y respeto. El poema es de la pluma de un polígrafo español nacido en Pontevedra, España, en 1879, y el cual dedicó su vida a las letras de México habiendo trabajado como catedrático y como periodista en El Imparcial y en El Mundo hasta su muerte acaecida en la Ciudad de México en 1960, cuya poesía, nostálgica del modernismo, gozó de cierta popularidad.




Las abandonadas
Julio Sesto

¡Cómo me dan pena las abandonadas,
que amaron creyendo ser también amadas,
y van por la vida llorando un cariño,
recordando un hombre y arrastrando un niño!...

¡Cómo hay quien derribe del árbol la hoja
y al verla en el suelo ya no la recoja,
y hay quien a pedradas tire el fruto verde
y lo eche rodando después que lo muerde!

¡Las abandonadas son fruta caída
del árbol frondoso y alto de la vida;
son, más que caída, fruta derribada
por un beso artero como una pedrada!

Por las calles ruedan esas tristes frutas
como maceradas manzanas enjutas,
y en sus pobres cuerpos antaño turgentes,
llevan la indeleble marca de unos dientes...

Tienen dos caminos que escoger: el quicio
de una puerta honrada o el harem del vicio;
¡y en medio de tantos, de tantos rigores,
aún hay quien a hablarles se atreve de amores!

Aquellos magnates que ampararlas pueden,
más las precipitan para que más rueden,
¡y hasta hay quien se vuelva su postrer verdugo
queriendo exprimirlas si aún les queda jugo!

Las abandonadas son como el bagazo
que alambica el beso y exprime el abrazo;
si aún les queda zumo, lo chupa el dolor;
¡son triste bagazo, bagazo de amor!

Cuando las encuentro me llenan de angustias
sus senos marchitos y sus caras mustias,
y pienso que arrastra su arrepentimiento
un niño que es hijo del remordimiento...

¡El remordimiento lo arrastra algún hombre
oculto, que al niño niega techo y nombre!
Al ver esos niños de blondos cabellos
yo quisiera amarlos y ser padre de ellos.

Las abandonadas me dan estas penas,
porque casi todas son mujeres buenas;
son manzanas secas, son fruta caída
del árbol frondoso y alto de la vida.

No hay quien las ampare, no hay quien las recoja
mas que el mismo viento que arrastra la hoja...
¡Marchan con los ojos fijos en el suelo,
cansadas en vano, de mirar al cielo!

De sus hondas cuitas, ni el Señor se apiada,
porque de estas cosas... ¡Dios no sabe nada!
Y así van las pobres, llorando un cariño,
recordando un hombre y arrastrando un niño.