Una de las colecciones de poemas de más profunda inspiración fueron los poemas que el notable Amado Nervo, seudónimo de Juan Crisóstomo Ruiz de Nervo y Ordaz (casi nunca es conocido por su verdadero nombre, sino por el seudónimo que él mismo seleccionó como su sello personal), compuso para reunirlos en un libro titulado La Amada Inmóvil, en recuerdo y homenaje de la que fue su inseparable compañera.
Se han seleccionado cuatro de los poemas que aparecen en dicho libro, esperando que sean del agrado de los lectores.
He aquí el primer poema:
La lección
(De La Amada Inmóvil)
Ya te acercas al final
tu lección está aprendida
y tu gema fue pulida
y dio rosas tu rosal.
Una esfera de cristal
es, por su unidad, tu vida.
Ya pasó la turbulencia
de tu atolondrado día.
Hay una melancolía
mansa y grave en tu existencia,
y cobra una transparencia
celeste tu poesía.
Goza, pues, tu atardecer,
con sosiego, sin temor.
Dile a tu amigo el dolor:
«¡Anda en paz, sombra de ayer!»
Y vuelve a Dios el amor
que pusiste en la mujer.
En ÉL está el embeleso
de la rubia y la morena;
en ÉL está la urna llena
de los deleites del beso;
ÉL es la fuente serena
e inmortal de todo eso...
De todo eso que encanta,
nuestra peregrinación;
de cuanta noble ilusión
nos reconforta, de cuanta
mental transfiguración
al éxtasis nos levanta.
Este mundo, ÉL lo pensó,
ÉL, saliendo de sí mismo,
la identidad del ABISMO
con formas diferenció.
ÉL la gran malla tejió
del espacio y del guarismo.
Y aunque es el DIOS ESCONDIDO
tras persistente capuz,
hay dos escalas de luz
que ÉL al alma le ha tendido:
LA ORACION... y aquel gemido
intercesor de la CRUZ.
No hay grito al que no responda,
ni angustia que le hable en vano.
Echa, espíritu, la sonda
de tu amor en este Arcano
del DIVINO AMO: ¡ cuán onda
su vastedad de océano!
¡Cuán bella su plenitud,
que ningún, alma es capaz
de medir! ¡Cuán eficaz
contra el dolor, su virtud!
¡Cuán inmensa su quietud!
¡Cuán misteriosa su paz!
. . . . . . . . . . .
Ya te acercas al final;
tu lección está aprendida
y tu gema fue pulida
y dió rosas tu rosal.
Una esfera de cristal
es, por su unidad, tu vida.
He aquí el segundo poema:
Hatha-Yoga
(De La Amada Inmóvil)
Yo tengo la voluntad
en ejercicio perpetuo:
esa voluntad que acaba
por mandar (si persevero)
a las almas de los vivos
y a las almas de los muertos.
La voluntad, que en la lucha,
en el noble vencimiento
de si mismo, a cada instante
va creciendo, va creciendo,
y al fin transporta montañas,
y al cabo enciendo luceros.
Yo tengo la voluntad:
con ella todo lo tengo,
pues Dios mismo sólo es
una voluntad sin término,
que exterioriza, penetra
y mantiene el universo.
Yo tengo la voluntad...,
mas no la gasto en terrenos
antojos, ni en procurar
privanzas, honras, empleos.
Mis alas suben más alto:
van lejos, mucho más lejos.
Mi reino no es de este mundo,
y he de llegar a mi reino.
He aquí el tercer poema:
La muerte, nuestra señora
(De La Amada Inmóvil)
La muerte, nuestra señora,
está llena de respuestas:
de respuestas para todos
los porqués de la existencia.
Silencio de los silencios
tal vez llamarla deberian;
mas, quien sabe interrogarla,
quien tiene fina la oreja,
escucha cosas muy hondas
en medio de las tinieblas.
Es una dama pálida
la Muerte; ¡mas tan serena!
con unos ojos inmensos
que miran de una manera...
Sobre sus hombros de mármol,
en que los besos se hielan,
cae en negros gajos fúnebres
la majestad de las trenzas.
¡Qué afiliadas son sus manos!
¡Qué seguras, qué expertas!
¡Cogen nuestra alma al morirnos
con una delicadeza!...
¡Qué maternal su regazo!
¡y qué benigna y que tierna
su boca, que nos dará,
en voz baja, las respuestas
a los porqués angutiosos
que torturan la existencia!
Y he aquí el cuarto poema:
La santidad de la muerte
(De La Amada Inmóvil)
La santidad de la muerte
llenó de paz tu semblante,
y yo no puedo ya verte
de mi memoria delante,
sino en el sosiego inerte
y glacial de aquel instante.
En el ataúd exiguo,
de ceras a la luz fatua,
tenía tu rostro ambiguo
quietud augusta de estatua
en un sarcófago antiguo.
Quietud con yo no sé qué
de dulce y meditativo;
majestad de lo que fue;
reposo definitivo
de quién ya sabe el porqué.
Placidez, honda, sumisa
a la ley; y en la gentil
boca breve, una sonrisa
enigmática, sutil,
iluminando indecisa
la tez color de marfil.
A pesar de tanta pena
como desde entonces siento,
aquella visión me llena
de blando recogimiento
y unción..., como cuando suena
la esquila de algún convento
en una tarde serena...